lunes, 30 de mayo de 2011

MIS ÍTACAS: ALMONASTER LA REAL, SERRANÍA DE HUELVA

Konstantínos Kaváfis.

ÍTACA.


Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca

debes rogar que el viaje sea largo,

lleno de peripecias, lleno de experiencias.

No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,

ni la cólera del airado Posidón.

Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta

si tu pensamiento es elevado, si una exquisita

emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo.

Los lestrigones y los cíclopes

y el feroz Posidón no podrán encontrarte

si tú no los llevas ya dentro, en tu alma,

si tu alma no los conjura ante ti.

Debes rogar que el viaje sea largo,

que sean muchos los días de verano;

que te vean arribar con gozo, alegremente,

a puertos que tú antes ignorabas.

Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia,

y comprar unas bellas mercancías:

madreperlas, coral, ébano, y ámbar,

y perfumes placenteros de mil clases.

Acude a muchas ciudades del Egipto

para aprender, y aprender de quienes saben.

Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca:

llegar allí, he aquí tu destino.

Mas no hagas con prisas tu camino;

mejor será que dure muchos años,

y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla,

rico de cuanto habrás ganado en el camino.

No has de esperar que Ítaca te enriquezca:

Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje.

Sin ellas, jamás habrías partido;

mas no tiene otra cosa que ofrecerte.

Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.

Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia,

sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas.

   No lo puedo evitar, lo confieso: habré leído estas líneas decenas de veces, con decenas de estados anímicos totalmente opuestos entre sí, desde la desolación más sañuda que te dejaba el alma en jirones de hueso, hasta el éxtasis cuasi olímpico cuando Marién me hizo escuchar la versión que de este poema hiciera Lluís Llach. Y siempre, siempre me han conmovido estas líneas, susurradas, sin duda, al oído del poeta de Alejandría por la misma musa que se las dictara en voz cantarina al ciego de Quíos. Ay, Homero, mi buen y pobre Homero, dichosa la tierra que te vio hollarla por primera vez, dichoso el sol que te alumbró sin que tú pudieras verlo jamás, dichosas las almas de los que escucharon absortos, en reverencial silencio, los acordes de tu canto, dichosos los que sucumbimos, dulcemente cautivos, ante las imágenes que tus hexámetros avivaban en nuestras mentes adolescentes. Tanto, tanto, tanto entregaste a la humanidad, para que luego haya algunos que incluso osen discutir tu existencia. ¡Cómo se nota que no te han leído a alma abierta! Pobres de ellos que se empantanan en los medios, en la lengua sin llegar a tu fondo.
                                                       W. A. Bouguerau, Homero
   Pues sí, tenía razón Kavafis, tu fiel  lazarillo, al decir que llevamos a Ítaca esculpida en nuestro ser y que lo que ella hace es concedernos la oportunidad de viajar, que lo que importa es el viaje en sí. Por eso nunca, nunca nos defrauda. Porque todos portamos una Ítaca o mil, labrada a cincel, en nuestras venas. Unos, como mi antigua compañera de griego en el Neruda, Margarita, tienen una casa con vistas a la ría de El Portil llamada así; otros poseen un terruño donde emular a Cincinato y sentirse como Catón el Censor; hay quienes llaman así al velero hambriento de céfiros. Otros tenemos a Ítaca en unos ojos que nos miran desde sus doce tonalidades; otros, en el aliento de sus seres amados, bien en su presencia, ya en su ausencia.
   Hay tantas Ítacas como lugares, paisajes o paisanajes que nos emocionan. Por ello, desde éste, mi modesto y humilde púlpito, me gustaría compartir con vosotros algunas de esas Ítacas que he hallado en mi peregrinar, el peregrinar de un viae cupidus, como diría el gran Apuleyo.
   Mi primer lugar en el mundo que quisiera compartir con vosotros se llama Almonaster la Real, un pueblecillo de la serranía onubense. Se llega a él bien desde la Nacional 435, que une Huelva con Badajoz, bien desde la N 433, que conecta Sevilla con Lisboa, Hispalis con Olissipo, ni más ni menos. Si venimos desde Huelva, al poco de dejar atrás la aldea del Patrás, nos encontramos a mano derecha un cruce que indica "Ermita de Santa Eulalia". Son unos siete kilómetros de un firme infamemente "asfaltado", estrecho, sinuoso, mas el via Crucis merece la pena: marchamos por una carreterilla que atraviesa la dehesa serrana, cuajada de alcornoques, encinas, algún castaño y miríadas de flores silvestres. Desde las fincas, convenientemente valladas, nos observan con curiosidad decenas de reses, de tonos rojizos los más, aunque también pasta junto a ellas algún que otro torito bravo azabache. ¡Dioses! Uno parece comprender a Zeus (y, por favor, que no se me cargue, encima el sambenito de zoofílico) cuando convirtió en vaca a Ío y la siguió amando. Miraos en los ojos de esas novillas. Si ya el mismo Homero se dirigía a la despoina Hera como la de ojos de ternera (menos mal que no le dio por llevar un poco más arriba su metáfora y no la motejó como "la de cuernos de novilla", pues, sabiendo como se las gasta la Crónida, seguro que el pobre ciego no hubiera podido ni idear un hexámetro). ¡Cuántas Íos, cuántas adoradoras de Isis y Europa pastan por esas praderas observando con indiferencia al viandante!
   
   Y, entre tanta Ío, alguno de los hechizados por Circe, pero éstos sí, éstos sí que son de pata negra...
   

   Y, cuando ya parece que nos van a salir al encuentro los lestrigones y mentamos los difuntos de quien nos recomendó este lugar, desembocamos al paraje donde los de Almonaster celebran por el mes de mayo la romería a su patrona, Santa Eulalia de Mérida. Apenas una decena de casas escoltan a la ermita. Al principio ésta no sorprende mucho: es bonita..., bueno, sí, con su espadaña y sus pórticos encalados. Corriente, del montón, ¿tanto bache para esto? ¿Los amortiguadores del coche hechos cisco para ver una ermita normalucha, por muy bonico que sea el paraje? Paciencia, lotófagos: buscad vuestra Ítaca. Respirad hondo, pensad en el plato de jamón ibérico y gambas de Huelva que os vais a zampar en unas horas. Y, ahora, bordead la ermita y buscad el ábside. Si lleváis sangre en vuestras venas, si el Egeo baña vuestras arterias, el alma os dará un brinco al percataros que el ábside está edificado aprovechando un colosal mausoleo romano del siglo I ó II de nuestra era. ¿Qué lémures hace semejante monumento funerario, con esos sillares tan perfectos que piden a gritos que los acariciemos en este lugar perdido donde Sileno afinaba el caramillo?
   A unos cuantos kilómetros, allá abajo, por un caminillo bordado de encinas y alcornoques, serpentea el río Odiel y en la otra vertiente, a unas decenas de kilómetros están las Minas de Río Tinto, importantísimo enclave minero para la extracción de hierro y oro en época romana, con una bien surtida colección epigráfica y un interesante museo minero. Pero queda lejos de este paraje, demasiado como para explicar que se levantara en medio de esta dehesa un monumento funerario de este cariz.
   Si podéis, informaos antes en el ayuntamiento de Almonaster e intentad que os dejen las llaves de la ermita. Es una humilde y sencilla maravilla, pudiendo disfrutar de unas pinturas murales tardo-renacencistas justo en las paredes del ábside.
   
  


   Volved ahora a vuestro navío y desandad el camino, con el alma ya sosegada, pues sabéis que Ítaca no sólo os espera sino que os acompaña siempre. Tras unas decenas de kilómetros arribaréis, al fin, a Almonaster la Real, la que pensabais que era la única isla que os aguardaba en vuestra travesía. Seguro que no os decepcionará, pues es pueblo de una belleza cautivadora, de casas encaladas, caserones del XVIII majestuosos con jardines preñados de buganvillas, calles empedradas con cantos rodados, iglesia de portada manuelina recién restaurada, humilladeros barrocos, plazoletas de postal,... Y, allá arriba, en su acrópolis, visible desde todo el contorno, enseñoreando 2 valles, su joya más preciada: el castillo-mezquita que dio nombre a la población.Fue templo fortificado romano, como lo demuestran algunos sillares, fustes, capiteles y un ara funeraria reutilizados para la construcción de la mezquita. Los visigodos construyeron en él un monasterio (Al munastir), tal cual nos lo enseñan algunas columnas, lápidas y el fragmento de la piedra de altar. En el siglo IX los islámicos edificaron allí la mezquita que ahora gozamos, con el mihrab más antiguo de la península. Al llegar los cristianos levantaron un ábside nuevo para poner allí su altar mayor, diferenciado del mihrab.
   Atravesad los muros del castillo, recuperad el resuello tras la subida a esta acrópolis y disfrutadla. Ahí la tenéis, sencilla, pobre, humilde e irregular en su cantería como Ítaca, pero divinamente bella. Buscad el minarete, luego campanario, la plaza de toros anexa ya en el XIX; volveos y gozad de la visión del pueblo que se os ofrece a vuestros pies. Y, ahora, subid y penetrad en vuestra ínsula: buscad el patio de abluciones o sahn, la sala de oración o haram, con sus cinco naves. Abrazad las columnas, diferentes, sencillas todas pero tan deliciosas como el queso de cabra que tanto os gusta. Sentaos y disfrutad escuchando el silencio, disfrutad de vuestra Ítaca tanto como Odiseo lo hizo de la suya. Por algo somos de clásicas, ¿no?